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La capital de Oaxaca abandona sus gigantes verdes

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En una ciudad donde las terrazas y azoteas conversan en susurros con los cerros y las piedras coloniales retienen el aliento de siglos, hay una memoria que cruje, que se astilla, que cae. No es un archivo ni un códice. No está escrita con tinta, sino con savia. Son los árboles. Antiguos centinelas de esta urbe herida, testigos vegetales de amores perdidos, de rebeliones y procesiones, que hoy mueren en silencio, uno a uno, bajo la indiferencia disfrazada de modernidad.

Aquí, donde las jacarandas alguna vez bordaron la primavera con su púrpura en los adoquines del centro, hoy hay ramas secas que no florecen. El viento ya no canta entre las hojas del laurel, porque el laurel… ha sido mutilado. Donde antes se erguía un coloso vegetal, ahora hay un muñón, una cicatriz vertical. La ciudad ha olvidado que también los árboles hablan —cuando el agua sube, cuando la tierra cruje, cuando el calor se vuelve insoportable— pero nadie quiere escucharlos.

En esta ciudad que presume de patrimonio, los árboles son fantasmas. La idea de “arbolado urbano” suena técnica, lejana, burocrática. Pero los árboles eran —son— los pulmones de esta urbe, sus viejos sabios, sus refugios frescos bajo el sol inclemente de abril. Hoy son cadáveres de pie. Infestados por el muérdago, asfixiados por el concreto, lastimados por podas brutales hechas con la misma lógica con la que se talan presupuestos o se amputan derechos. Sin diagnóstico. Sin duelo.

Las raíces han comenzado a salir a la superficie, como si los árboles buscaran ayuda. Como si quisieran caminar lejos de este abandono. Pero la raíz no camina. La raíz resiste. Se aferra. Se parte.

Hay árboles enfermos, invadidos, rotos por dentro. Y sin embargo, no hay un plan. No hay manos expertas que escuchen su llanto vegetal. Hay tijeras afiladas, sierras mal dirigidas, decisiones sin ciencia, sin arte, sin respeto. Podan laureles como quien deshoja calendarios viejos. Sin pensar en la sombra que ya no cubrirá la banca, ni en los pájaros que perderán su nido, ni en los niños que no conocerán el milagro de escalar un ficus.

El muérdago, esa planta parásita que se trepa como problema sin solución, es una metáfora demasiado perfecta. Lo que la política no atiende, lo coloniza la desidia. Lo que no se protege, se convierte en amenaza. Lo que no se cuida, se derrumba.

Y no sólo es el árbol. Es todo lo que cae con él. El microclima que regula, la humedad que retiene, el oxígeno que regala. La ciudad se calienta. El aire se espesa. Las lluvias se vuelven furiosas. La capital entera paga el precio de su negligencia verde.

Hay quien recuerda todavía el laurel frente a la gasolinera, el que crecía majestuoso sobre la calzada. Hoy es una pieza de museo al aire libre, pero sin placa, sin cuidado, sin memoria institucional. Se le mira con lástima, no con reverencia. Se le esquiva, porque la rama alta podría caer en cualquier momento. La vida suspendida en un peligro latente. Como la ciudad misma.

Este olvido no es casual. El árbol no vota. No genera nota roja. No interrumpe el tráfico como una manifestación. Por eso, lo asesinan lentamente. Lo deshojan como a una verdad incómoda. Y cuando finalmente cae, nadie lo llora, porque nadie supo que estaba vivo.

Oaxaca, la de las luces doradas y los mercados festivos, guarda en su centro un cementerio verde. Una selva fantasma. Una arboleda vencida. Pero todavía hay quienes siembran —pocas manos, discretas, decididas— y se resisten al colapso. Quienes limpian un laurel, abonan un huamúchil, injertan esperanza en un pochote malherido.

No está todo perdido. Pero está todo en riesgo.

Porque una ciudad sin árboles no es una ciudad. Es sólo una herida que respira asfalto.

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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx

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