La ciudad late. No como antes, pero late. Bajo el polvo, la contaminación, el ladrido de los perros sin dueño y la furia de las motocicletas, Oaxaca de Juárez intenta aún parecerse a la que fue. Casi cinco siglos la contemplan, y sin embargo, parece más vieja por dentro que por fuera. Más rota que antigua. Más olvidada que mítica.
En esta ciudad que alguna vez fue la joya de la corona virreinal, todo parece al borde. El agua, al borde de agotarse. Las calles, al borde del colapso. El cielo, al borde de asfixiarse bajo la costra de ozono y humo de automóvil. Hay cosas que despiertan una mueca amarga en los labios de quienes aún caminan —con fe o con resignación— entre adoquines, basura, y nostalgia.
Aquí, donde los edificios coloniales se desmoronan al ritmo de la indiferencia, desvencijados, ni el INAH se salva del juicio. Ha dejado caer los párpados sobre la ciudad vieja, como quien cierra los ojos para no ver la ruina.
Las fachadas se despintan, las cornisas caen, los portales se hunden bajo el peso de lo que fueron. Los particulares, cuando no huyen, callan. No pueden, dicen. No hay dinero para rescatar lo que queda. Y tal vez tengan razón. Oaxaca se ha vuelto una ciudad donde cuesta vivir, pero cuesta más todavía cuidarla.
Mientras tanto, arriba, a la altura del Fortín, el error se multiplica. Obras mal pensadas, proyectos sin diálogo, arquitecturas que ofenden más que sirven. Se interviene sin consenso, como si la ciudad fuera un tablero sin historia ni memoria. Pero Oaxaca no olvida. El caos urbano no es espontáneo. Es consecuencia.
Y es entonces cuando aparece el diagnóstico ciudadano, el ambulantaje que crece como hongos tras la lluvia, el tráfico que satura avenidas diseñadas para carretas, la contaminación que ya no solo es de aire, sino de sonido, de imagen, de alma.
Un vehículo más en la calle no es solo un automóvil, es una sentencia. Una exhalación tóxica. Un ruido innecesario. Una vuelta más de tuerca a esta maquinaria vieja que, milagrosamente, todavía no colapsa del todo.
En el epicentro de esta entropía está el agua, o, mejor dicho, su ausencia. Los días sin líquido en las colonias populares son ya parte del calendario cívico. Y, sin embargo, seguimos construyendo como si hubiera más pozos que sed, más futuro que sequía. Las grandes obras hidráulicas no llegan, y las plantas de tratamiento se pudren en el abandono, elefantes blancos que beben recursos públicos y devuelven silencio.
Se insiste, por parte de algunos aún cuerdos, que la solución está en lo pequeño. En lo ecológico. En lo sensato. Que hace falta recuperar la planeación, esa palabra maldita que tantos políticos confunden con burocracia. Que urge reactivar alguna institución, como quien reanima un corazón que ya no late por sí mismo. Que mientras sigamos improvisando, lo único seguro será el caos.
Pero la ciudad no es culpable. Oaxaca de Juárez no es la que ha fallado. Somos nosotros los que la hemos abandonado, creyendo que bastaba con la postal, con la plaza, con el mezcal, con la leyenda.
Una ciudad no se sostiene por su fama ni por su pasado, sino por su presente. Y este, nos guste o no, es de abandono, de desigualdad, de fractura.
Sí, hay que celebrar. Pero celebrar sabiendo que lo que tenemos no es eterno. Que esta belleza antigua se puede agotar como se agota el agua en los tanques. Que, sin planeación, sin autoridad, sin responsabilidad colectiva, no habrá años que festejar. Solo ruinas y quejas.
Oaxaca no merece morir de pie entre sus glorias pasadas. Merece vivir dignamente, ser habitada como se habita a una madre. Con respeto, con cuidado, con amor duro.
Porque una ciudad es también un cuerpo. Y este cuerpo está herido. Casi moribundo. Pero aún respira. Aún es tiempo. Aún se puede. Aunque duela.
Y hay que decirlo como lo haría un viejo vecino que ha visto demasiadas guerras, hay belleza en la batalla, incluso en la última. Y Oaxaca, aunque sangrante, sigue de pie.
Mientras eso ocurra, hay esperanza.
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Redacción de Misael Sánchez Reportero de Agencia Oaxaca Mx