La ciudad de Oaxaca, capital del estado homónimo, atraviesa una reconfiguración intensa. Lo pintoresco, antes parte de la vida cotidiana, se ha convertido en atributo turístico. Fachadas coloniales, mercados vivos y técnicas artesanales se redimensionan según expectativas externas. La gentrificación se ha instalado sin resistencia explícita: no se discute como fenómeno, se consume como proceso.
En el centro histórico, las rentas se multiplican. Donde antes vivía una familia oaxaqueña, ahora se instala un huésped internacional por periodos cortos. Departamentos convertidos en hospedajes, patios tradicionales transformados en cafés temáticos, cocinas de adobe rebautizadas como estudios gastronómicos. El espacio habitable muta en escenografía.
Mientras ciertos medios promueven la capital oaxaqueña como destino seguro y hospitalario, los datos oficiales desmienten el confort homogéneo. Según las encuestas más recientes del INEGI sobre percepción de inseguridad urbana, Oaxaca de Juárez muestra niveles elevados de temor en espacios públicos: transporte, cajeros automáticos, calles, mercados. El miedo no alcanza al visitante ocasional, pero condiciona la vida de quien habita.
No se trata de criminalidad extrema, sino de desconfianza persistente. La población local convive con la alerta constante: horarios reducidos, trayectos modificados, conductas defensivas. El ciudadano oaxaqueño experimenta la ciudad desde la cautela; el visitante desde el entusiasmo.
Las nuevas dinámicas gastronómicas no surgen desde la comunidad, sino hacia ella. Restaurantes de cocina tradicional reinterpretada, menús bilingües y platillos editados reemplazan fondas y cocinas colectivas. Lo local ya no se cocina para el vecino, se presenta para el comensal extranjero. La identidad culinaria se vuelve relato de consumo, no práctica familiar.
En paralelo, el hospedaje dirige el trazado urbano. Los hoteles boutique y residencias temporales definen qué calles son transitables, qué esquinas merecen vigilancia, qué zonas se reforman. El mercado inmobiliario sigue al flujo turístico, y marca el estándar para todos: el oaxaqueño paga renta con ingreso local, en una zona tarifada por demanda internacional.
La gentrificación en Oaxaca no se impone por decreto, se expande por imitación. El deseo de pertenecer al relato turístico lleva a negocios, barrios y costumbres a rediseñarse para ser parte del decorado. El impacto en la cultura material es visible: la cerámica cambia de tamaño, el textil cambia de paleta, la comida cambia de ritmo.
Las consecuencias no se nombran como exclusión, pero operan como tal. Familias desplazadas, mercados desdibujados, oficios ancestrales adaptados a requerimientos estéticos ajenos. Oaxaca deja de ser espacio vivido para convertirse en producto adaptable.
En Oaxaca, el conflicto no es entre modernidad y tradición: es entre permanencia y espectáculo. Lo que permanece, incomoda al visitante. Lo que se muestra, rara vez refleja lo que se vive. El efecto directo de la gentrificación es la desconexión entre el territorio y quienes lo habitan. La inseguridad no es sólo delincuencial, es emocional: la ciudad ya no pertenece a quienes la sostienen.